domingo, febrero 18, 2007

LA CUCHARADA DE CAJETA

Agustín, mi padre, toma la cuchara y la mete delicadamente en el vaso con cajeta. Al levantarla, la cajeta en la cuchara va dejando una delgada estría que la conecta con el volumen abandonado en el vaso. Con cuidado, Agustín gira la cuchara y hace que el hilo viscoso y café se vaya enredando, estirando y afinando hasta cortarse. Entonces se lleva la cuchara a la boca y empieza a degustar. Lo hace con lentitud y fruición. Con labios y lengua toma la mayor parte de la cajeta que esta en el hueco, pero inevitablemente queda detrás un terco depósito, una fina película aferrada a la superficie metálica. Agustín la estudia y parsimoniosamente empieza a lamer, lenguetada a lenguetada, hasta que nada queda en las bruñidas caras de la cuchara.

Y el proceso empieza otra vez.

Hay una aura de paz, de perfecta armonía en ese evento mínimo, tan mínimo que pareciera intrascendente. Y ese ritual cotidiano, sublimado precisamente por su perfección, se me queda grabado como el ejemplo ideal de lo esencial de la vida: el encanto por el momento.

El pasado es un libro cerrado del que, casi siempre equívocamente, recitamos de memoria. El futuro es un sueño que cambia de formas y tonos de acuerdo a nuestros humores y miedos. El momento en el que realmente vivimos casi siempre se nos escapa, ignorado, por enfocar la mente en aquellas dos ficciones. Atrapados entre la reflexión y la planeación nos olvidamos de vivir. La capacidad infantil de ignorar advertencias y consecuencias y concentrarnos en el absorto disfrute del presente se nos va limitando a momentos cada vez más esporádicos hasta que la perdemos por completo, acaso de forma irreparable.

Yo no sé si esta nueva inocencia que observé en mi padre (la que en su momento inicial repudié, contra la que en su momento maldije), realmente sea una bendición. Después de todo sus alegrías y pequeños gustos son profundos, directos, desnudos de inhibiciones; y sus iras y angustias se le van sin dejar huella.

Claro que la inmediatez de su vida le niega gustos y satisfacciones más complejas. Ya no puede, voluntaria y concientemente, rememorar los momentos que en su yo más íntimo lo llenarían de más satisfacción, de ese gusto profundo e incomunicable que ciertos tiempos y ciertos lugares nos dejan en lo que se da por llamar el alma. Esos momentos privados están fuera de su alcance. También lo están la revisión y evaluación de lo logrado. Pero, ¿es eso tan malo? Después de todo, a su edad, lo limitado de su vida activa no le hubiera permitido, ni en el mejor de los casos, desfacer cualquier entuerto pendiente. Por otro lado, sus triunfos los distrutó en su momento sin ambajes ni inhibiciones. En cuanto a las buenas obras... el Tigre nunca fue de los que se creen buenos ni en sus momentos de mayor nobleza.

Los que revisan su vida en detalle simplemente están preparando su defensa ante el dios que se merecen. Agustín, mi padre, abrazó su vida de forma total. Le tuvo el mismo respeto y afecto a sus errores que a sus aciertos, y por eso se merece un dios mejor.

Y lo sigue haciendo, así como lo hizo en su infancia de orfandad artificial, como lo hizo con sus deficiencias físicas, como lo hizo con Juan Pablo, ahora sigue jugando, a su manera, las cartas que en esta mano tardía le repartió la vida.

Desde lejos, lo recuerdo con su cucharada de cajeta, y siento el calor de su presencia en mi corazón.

“¿Está rica, Tigre?”

Y asiente, apenas haciéndome caso.

Y no puedo menos que sonreír.

Magz
18.02.07