viernes, junio 22, 2007

LA MUJER DEL PROJIMO

En cuestiones del amor, no hay posesión, sólo hay entrega.

Me encanta la mujer del prójimo. Cada que la veo, la deseo. Pero eso de codiciar... no, no va por ahí.

La codicia es un acto egoista y de agresión al “poseedor” de la persona u objeto codiciados. Desear es un acto que excluye al dueño de aquello que se anhela. La codicia, como la avaricia y la gula, están privados de placer. De la lujuria no digo nada porque esa sí me encanta.

Pero volvamos a la mujer del prójimo, que tanto me gusta. Para empezar, ¿de dónde saca el prójimo que la mujer es suya? La esposa del prójimo (porque de eso estamos hablando), en el mejor de los casos, se ha entregado a su marido en un acto de compromiso afectivo y sexual. Pero de ahi a decir que el prójimo la posee hay todo un infinito de distancia. El pobre prójimo se podrá sentir muy ufano al suponer que la mujer que lleva del brazo le pertenece. Pero cuando ella deje de darse...

Todo esto viene a consecuencia de la tradicion judeo-cristiana que, en su machismo ancestral, ha manipulado sus reglamentos y prohibiciones desde la prespectiva del hombre. Y hablando de mandamientos, si bien a los católicos los traen en friega con la cantidad de inmoralidades de las cuales sentirse culpables, al menos no les va tan mal como a los Protestantes y los Judios, quienes ademas de recibir en sus mandamientos el dictamen de no fornicar, les endilgan también el de no codiciar a... bueno, aqui les va completo: No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni ninguna otra cosa que le pertenezca.

El machismo religioso también da cabida a que el prójimo siempre acabe imponiéndosele a la prójima, que no pasa de ser objeto de disputa entre el que la quiere para él solito, y los otros pelafustanes que se la quieren quitar, más por quitársela que por ella misma.

Dejemos, pues, a un lado los absurdos vericuetos de la religión y liberemos a la mujer del prójimo de la objetivización a la que la condena. Así que, la mujer del prójimo no es de nadie.Y si no es de nadie, es del que se la gane.

Ahora bien, el mundo está lleno de prójimos. Todos mis amigos son prójimos, al igual que mis enemigos, así como cualquier hijo de vecino, y su papá también.

Claro que no deseo a todas “sus” mujeres, pero casi. Iba a decir que no más ni menos que ellos, pero la verdad es que mas bien más. La diferencia es que yo las deseo totalmente al margen del prójimo que traen al lado. Sin ganas ni intención de joder, ni sentimientos de culpabilidad.

Ojala y todas ellas me vieran como el hombre de la prójima, y ahi sí, ojala y me desearan cualquiera que fuera su motivación.

Yo jalo, queridas....

MAGZ
Brighton
22.06.07

lunes, junio 18, 2007

HUAPANGO DE LA AMADA

En los cerros y los mares
Bajo cúpulas azules
Y nubes cual tenues tules
Cantarán estos cantares

Conozco un par de lunares
Ocultos para otros ojos
Alivio de mis antojos
Antojos de mi pasión
Para ellos va mi canción
De versos verdes y rojos.

También conozco una luna
Que nadie más ha querido
Y beso a beso he ido
Recorriéndola con una
Aullante lealtad perruna
Cual amante enloquecido.

Aqui y en otros lugares
Bajo sauces y pirules
Yo primero y luego tú, les
Cantarás estos cantares.

Tu amor es causa perdida
Tu amor es cosa anhelada
Tu amor es ardua jornada
Y es una gloriosa herida.
Y te dedico mi vida
Aunque no me dieras nada.

Pero ya todo he ganado
Porque el premio está en amarte
Ir a tu lecho a entregarte
Este cuerpo enamorado
Saciarte y quedar saciado
Y con mis versos pagarte.

MAGZ 2007

jueves, mayo 31, 2007

SANTA ÚRSULA DE LOS FETICHES

Su verdadero nombre nunca lo vas a saber, no por aquello de que los caballeros no tenemos memoria (aristocrática argucia verbal) sino porque a mi edad ya todo se me olvida (gerontológica realidad).

Es más bonita que ninguna, como todas las mujeres a las que he amado, pero además tiene la virtud, si cabe la aparente contradicción, de ser una perdida. De la punta de sus cabellos a la de los dedos de sus pies, es toda ella un mapa universal de la perversión. Cada una de sus ranuras y orificios estan dedicados al placer. Y he dedicado mi vida entera a la luminosa labor de explorarlos.

Con paciencia y dedicación he inventado caricias y estrujones, besos y arañazos, cosquilleos y pellizcos con los cuales darle placer al hueco que se forma entre su clavícula y su cuello, al pellejito que se estira entre sus dedos, a la parte más profunda de la planta de su pié. Sin pericia, tal vez, pero con una devoción monacal, he estudiado sus recovecos y encrucijadas tratando de interpretar las diversas reacciones con que responde al estímulo de la punta de mi lengua, o a la asperza de mi codo. Y así, con el tiempo, he desarrollado un encantamiento obsesivo con toda ella, en su totalidad, pero sobre todo, por separado. Por ejemplo, he pasado dos vidas de entrega absoluta a la contemplación de la curva de su nalga izquierda. Periódicamente me embelezo en la memoria de ciertas áreas de su espalda, esas zonas indeterminadas que no son ni cintura ni gluteo. Y guardo, para mi satisfacción privada, objetos y prendas que ha tocado aunque sea de forma fugaz.

Vivo agradecido por la riqueza de sensaciones que me ha hecho descubrir y, fetichisticamente, he erigido altares a cada una de las porciones de su cuerpo, a sus zapatos y pantaletas, a un trozo de papel que contiene su nombre, de su puño y letra. Sin ambajes, me he entregado a prácticas cuyo erotismo no había sospechado hasta que las asocié con ella: el caminar por ciertas calles, el esperar en ciertos cafés, el recordar...

Para rendirle culto, he creado la orden de Las Meretrices de Úrsula la Cachonda, patrona de lobas y cabrones, protectora de cornudos y rodillas, y benefactora de los adolecentes espinilludos que se ven obligados a descubrir su sexualidad en la túrgida soledad de los escuzados. Los fines de semana me paro en las esquinas a repartir estampitas y folletines detallando las cochinadas que hemos hecho, las que tengo ganas de que hagamos y las que nos va a faltar tiempo para disfrutar. O al menos a mí, porque no sé qué haga cuando no está conmigo. No sé qué otros milágros y maravillas realice en mi ausencia. Y al pensar en ello, descubro el placer de lo perdido, del encelamiento, de la envidia.

Cada noche vuelvo a su lado. Me acurruco entre sus brazos y la dejo acariciarme. En las tardes, vuelvo a ella y me reclino en su regazo para pasarme la horas sacándole la pelusa del ombligo. Tempranito, en la mañana, en el umbral de la puerta, la tomo por detrás en el momento en que se inclina a recoger la leche. Cuantas veces me ido nomás para poder volver.

Así ha sido desde que la ví por vez primera y así es a cada minuto de mi vida.

Un día, voy a vivir debajo de su piel.

Ah... soñar no cuesta nada...

Magz
31.05.07

jueves, marzo 08, 2007

LA MALDICIÓN DE LA INOCENCIA

Esto lo escribi en 2003, al poco tiempo de que diagnosticaran a mi padre con demencia senil.
En el articulo que sigue a este se haya mi vision de las cosas en el presente.


En la esquina, los dos niños esperaban el camión. Deben haber tenido siete u ocho años y parecían hermanos. Era una de esas mañanas frescas de otoño cuya transparencia le da a la luz el poder de deslumbrar pero sin transmitir calor. Pantalones cortos, mochilas en las espaldas y en una de las narices la inevitable burbuja de moco que se inflaba y desinflaba con cada respiración. En esos días la calle en que vivían era la penúltima de la ciudad. Más allá estaba el llano, y luego Zapopan. Las cinco o seis cuadras del incipiente fraccionamiento tenían más lotes baldíos que casas y había por ahí un par de construcciones en progreso.

En esos entonces los robachicos eran personajes de cuentos y canciones infantiles, así que, quitados de la pena, los niños vieron al hombre acercarse tentativamente. El sombrero, los huaraches, gritaban ranchero, pobre. A sus ojos, era un viejo, aunque debe haber tenido sólo unos cuarenta años. El hombre se detuvo cerca de ellos y vaciló. Pero le ganaron la desesperación y el hambre, y con pasos cortos se les acercó. Sin mirarlos, quedamente, les pidió una limosna.

Cuando la necesidad, la pobreza se manifiestan en la mirada esquiva, avergonzada de un hombre maduro reducido a mendigarle a dos niños bien, la inocencia recibe una bofetada de la cual no se puede recuperar.

A esa edad nadie nos ha dicho como responder en esas situaciones. No hablo de la respuesta a la pregunta del hombre aquel, ni de la respuesta a las circunstancias superficiales sino de la respuesta a la zancadilla que la vida le mete a la conciencia. Tras el azoro, un instinto inexplicable (inexplicable por incomprensible) llevó a uno de ellos a abrir su mochila. Los niños no tenían dinero. No eran tan afluentes como lo parecían, pero para el recreo grande llevaban sendos lonches de frijoles con queso. El niño sacó su lonche, envuelto en una servilleta blanca de papel y se lo ofreció al hombre.

Él lo tomó, se alejó unos pasos y se sentó en el borde de la banqueta. Sin mirarlos, desenvolvió el lonche y empezó a comérselo despacio, despacio.

El camión del colegio llegó y los dos chiquillos, un poco asustados, se subieron rápidamente. A los pocos minutos una emoción oscura, indefinible, anegó al niño que había entregado su almuerzo. No sé si sería la pérdida del lonche, el miedo por la situación para él tan extraña o lo que vió o sintió en la mirada del hombre aquel, pero de golpe se desbordó en lágrimas. Su amigo, su hermano, se vió de nuevo en una encrucijada incomprensible y sólo se le ocurrió ofrecerle, a su vez, su lonche. No sé que pasó después.

Una de las realidades inevitables de la vida, una de sus maravillas, es que nos va robando la reserva secreta de inocencias que se oculta en los cajones del alma. Inocencias que no sabemos que llevamos adentro hasta que, para nuestra redención, nos las arrancan de cuajo.

Pasaron muchos años y los niños aquellos, junto con sus hermanas, habrían de coincidir en una esquina diferente. Una de las que usa el tiempo para darnos vuelta hacia los barrios indeseables del destino. Los esperaba ahí otro hombre a quien el tiempo alevoso amenaza a convertír paulatinamente, inexhorablemente, en un desconocido. Y lo miraron empezar a columpiarse de la lucidez a la obnubilación. Él no tenía que pedir ayuda. Para eso estaban ahí. Pero esta vez no había lonches en las mochilas de nadie.

La vida es pérfida y le gusta entretenerse con pequeñas traiciones a las nociones absurdas con que nos defendemos de nuestros miedos. Para compensar, la coraza con que nos protegemos se va engrosando, endureciendo. Un día, tarde, muy tarde, nos damos cuenta que la coraza va atrofiando nuestra capacidad de ver la cosas de frente, al margen de las consecuencias. Y cuando descubrimos que el espíritu no muere con el descubrimiento cotidiano de la vida en todo su horror y su esplendor, sino que se nutre de él, ya es muy dificil desnudar el alma.

Durante las últimas semanas, tal vez meses, le he estado dando la espalda al dolor. Apenas hace unos días dejé a mi padre sentado al borde de su cama, en piyamas, despeinado y barbudo, resisitendo aún el asedio de la oscuridad, de la maldición final del olvido. Me trato de convencer que ante lo inevitable no debemos amargarnos. Que a fin de cuentas ese vivir en un presente eterno es la forma más pura de la inocencia y que, a fin de cuentas, esa es la forma más sana de la existencia. Pero no es cierto.

La inocencia es un ideal falso. No por nada se le compara con la virginidad. Perderla es una ruptura, un desgarramiento. Hay sangre y dolor. Y no hay paso atrás. No hay menjurjes que la restoren. Pero lo que se gana es infintamente más maravilloso: la capacidad de forjar universos.

Sí, la inocencia es una condición esteril. Y digo condición porque no la puedo llamar virtud. Si acaso, será el pecado original.

Por eso, maldita sea la inocencia, porque no nos deja ver que la creación es mierda y flor, es beso y puñalada, es vino consagrado y semen. Maldita sea la inocencia que se esconde en los resquicios del corazón, porque no nos deja degustar la dulzura del dolor, sentir la punzada del placer, el éxtasis del saber a pesar de todas sus consecuencias. Maldita sea la inocencia que borra las cicatrices ganadas a golpes de vida, los orgasmos ganados en batallas de besos, las verguenzas merecidas y las atribuidas; que cierra las puertas a las glorias paralelas de la crueldad y el cariño, del egoismo y el altruismo, del placer y el sacrificio; que niega la sombra, la pestilencia, el asco y con ellos la sublime realización del acto divino de crear mundos. Maldita sea la inocencia que nos regala instantes puros pero nos roba la eternidad, con todas sus inmundicias.

Quiero llorar. Quiero llorar por el infame agravio que se está cometiendo contra mi padre. Quiero reclamarle a Dios, o a quien resulte responsable, por empezar a arrebatarle tan artreramente el tesoro de su historia. Pero me debo de tragar mi coraje porque también esto es parte de la vida y por tanto no es ni justo ni injusto, simplemente es. Y sólo me quedo con mi mochila vacía y el dolor de mi impotencia.

Miguel Angel Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra
2003.

domingo, febrero 18, 2007

LA CUCHARADA DE CAJETA

Agustín, mi padre, toma la cuchara y la mete delicadamente en el vaso con cajeta. Al levantarla, la cajeta en la cuchara va dejando una delgada estría que la conecta con el volumen abandonado en el vaso. Con cuidado, Agustín gira la cuchara y hace que el hilo viscoso y café se vaya enredando, estirando y afinando hasta cortarse. Entonces se lleva la cuchara a la boca y empieza a degustar. Lo hace con lentitud y fruición. Con labios y lengua toma la mayor parte de la cajeta que esta en el hueco, pero inevitablemente queda detrás un terco depósito, una fina película aferrada a la superficie metálica. Agustín la estudia y parsimoniosamente empieza a lamer, lenguetada a lenguetada, hasta que nada queda en las bruñidas caras de la cuchara.

Y el proceso empieza otra vez.

Hay una aura de paz, de perfecta armonía en ese evento mínimo, tan mínimo que pareciera intrascendente. Y ese ritual cotidiano, sublimado precisamente por su perfección, se me queda grabado como el ejemplo ideal de lo esencial de la vida: el encanto por el momento.

El pasado es un libro cerrado del que, casi siempre equívocamente, recitamos de memoria. El futuro es un sueño que cambia de formas y tonos de acuerdo a nuestros humores y miedos. El momento en el que realmente vivimos casi siempre se nos escapa, ignorado, por enfocar la mente en aquellas dos ficciones. Atrapados entre la reflexión y la planeación nos olvidamos de vivir. La capacidad infantil de ignorar advertencias y consecuencias y concentrarnos en el absorto disfrute del presente se nos va limitando a momentos cada vez más esporádicos hasta que la perdemos por completo, acaso de forma irreparable.

Yo no sé si esta nueva inocencia que observé en mi padre (la que en su momento inicial repudié, contra la que en su momento maldije), realmente sea una bendición. Después de todo sus alegrías y pequeños gustos son profundos, directos, desnudos de inhibiciones; y sus iras y angustias se le van sin dejar huella.

Claro que la inmediatez de su vida le niega gustos y satisfacciones más complejas. Ya no puede, voluntaria y concientemente, rememorar los momentos que en su yo más íntimo lo llenarían de más satisfacción, de ese gusto profundo e incomunicable que ciertos tiempos y ciertos lugares nos dejan en lo que se da por llamar el alma. Esos momentos privados están fuera de su alcance. También lo están la revisión y evaluación de lo logrado. Pero, ¿es eso tan malo? Después de todo, a su edad, lo limitado de su vida activa no le hubiera permitido, ni en el mejor de los casos, desfacer cualquier entuerto pendiente. Por otro lado, sus triunfos los distrutó en su momento sin ambajes ni inhibiciones. En cuanto a las buenas obras... el Tigre nunca fue de los que se creen buenos ni en sus momentos de mayor nobleza.

Los que revisan su vida en detalle simplemente están preparando su defensa ante el dios que se merecen. Agustín, mi padre, abrazó su vida de forma total. Le tuvo el mismo respeto y afecto a sus errores que a sus aciertos, y por eso se merece un dios mejor.

Y lo sigue haciendo, así como lo hizo en su infancia de orfandad artificial, como lo hizo con sus deficiencias físicas, como lo hizo con Juan Pablo, ahora sigue jugando, a su manera, las cartas que en esta mano tardía le repartió la vida.

Desde lejos, lo recuerdo con su cucharada de cajeta, y siento el calor de su presencia en mi corazón.

“¿Está rica, Tigre?”

Y asiente, apenas haciéndome caso.

Y no puedo menos que sonreír.

Magz
18.02.07

martes, noviembre 07, 2006

DEL FRACASO Y OTROS ESPEJISMOS

Para mi hermano, con todo mi cariño.

Hay mañanas en las que el reto mayor del día es podernos sobreponer a la imagen que el espejo nos regresa. No tanto por las señales con las que el tiempo ha ido acusándonos de nuestros excesos (o a pesar de la gentileza con la que nos los recuerda, aunque nos los haya perdonado). Ni por las hipocresías y falsedades que sabemos escritas en el fondo de nuestras miradas. No, las mañanas a las que ahora me refiero son aquellas en las que el Salieri que algunos llevamos dentro nos saluda desde el plano virtual del universo zurdo del mercuro-cromo.

En esas mañanas salimos a la calle... no, debo decirlo en primera persona porque la verdad no sé si a ustedes les pase...

En esas mañanas salgo a la calle y la belleza del mundo se me hace insoportable. Son esas las mañanas en que la mano gris del fracaso me cubre los ojos enturbiándolo todo. Cuando me coloca sobre los hombros su pesado manto. Y de ida a las labores y los sinsabores del día, caminando sobre la alfombra amarilla con la que los árboles le pagan al invierno el áureo desacato del otoño, siento la presencia de Antonio a mi lado.

Va erguido y ya sin amargura porque ahora entiende que es inevitable. Que sólo puede haber un Mozart. Que por cada Mozart hay veinte puñados de Salieris. Que por cada Salieri hay millones de participantes. Por cada participante, millones de espectadores. Y por cada espectador... sólo el cruel creador sabe cuantos desinteresados haya.

Salieri sonríe, me toca el hombro y susurra al oído “no importa, nada importa, la vida es un chiste enorme... y ya que eres parte de el, disfrutalo”. *

Y eso trato de hacer.

El chiste es largo, complicado, la mayor parte del tiempo incomprensible y lo más seguro es que acabe siendo de muy mal gusto. Y por eso realmente no importa si nuestra parte es la del ganador, el patiño o la víctima. El éxito, visto sin envidia y de una distancia prudente, muy pronto evidencia su vacuidad, lo efímero de su brillo y, si somos honestos, su ridiculez. También el fracaso. Sobre todo cuando esos dos impostores (para citar a Kipling) se presentan en la forma de la fama, el estatus social, modas, tradiciones o, peor aún, cuentas bancarias. Y si alguna vez nos llega la tentación de vanagloriarnos, no debemos olvidar que no hay éxito que no se haya construido en los cimientos de derrotas ocultas, de fracasos secretos. Y que la mayoría de nuestros fracasos, además de ser la única fuente de sabiduría, traen consigo una abundancia de satisfacciones que sólo esperan que nos volvamos con humildad y las reconozcamos.

A fin de cuentas, y nos guste o no, somos parte del chiste. Aún si decidimos darle la espalda al mundo, nuestro desprecio es parte de la de la historia. Así que no queda más que participar, asumir nuestro papel, los muchos papeles que la entreverada trama, con sus inesperadas circunvoluciones, nos presenta a cada paso. Y lo más importante, ya sea que los elijamos o nos sean asignados, es que jugemos nuestros papeles a nuestra manera, y dando lo mejor de nosotros en cada momento. Si hay algún triunfo real, profundo, auténtico, tal vez sea ese.

Hace poco le preguntaron a un querido amigo mío si veía el vaso medio lleno o medio vacío. El contestó sin dudarlo: “a mí siempre me ha parecido 3/4 vacío”. Por mi parte, estoy feliz de que haya un vaso para empezar... ah, imagínense las posibildades...

* En realidad, eso me lo dijo mi padre, hace ya muchos años, en un tierno momento de intimidad. Y ahora que lo veo perderse en la neblina de la demencia, creo que empiezo a entender.

06.11.06
MA Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra

miércoles, noviembre 01, 2006

OCTUBRE

Qué rico tener miedo en octubre, cuando las tardes se hacen más cortas y el viento desnuda a los árboles; agarrar un libro de HP Lovecraft o un cuento de Bradbury y sumergirse en el terror; acordarse de pronto de las instrucciones de Cortazar y esperar que no haya páginas en blanco en nuestro libro que afortunadamente no está impreso en Irlanda.

Qué rico estar solo solo, en un cuarto cualquiera, y que haga un poco de frío. Y que se nuble. Olvidarse del cuarto y del día siguiente y no pensar más que en el terrible secreto que guardan el ático, o el sótano, aunque tu casa no tenga ni el uno ni el otro. Pensar en el espectro que ronda afuera, en la niebla. Sentir cómo se siente un vacío en el estómago y la piel tensarse casi con anticipación sexual; cómo nos cuesta trabajo respirar normalmente… tanto trabajo como voltear para atrás, tanto trabajo como bajar los pies del sillón, tanto trabajo como separar los ojos del miedo impreso al que se aferran nuestras manos.

Qué rico sentir escalofríos y no poder dejar de leer porque le vampiro ya está por entrar a la habitación o porque el Padre Merrin ya va a subir las escaleras que lo conducirán hasta Regan y su destino o porque el elevador del hotel desierto se abre y está lleno de murmullos, confeti y serpentinas. Darse cuenta entonces que el sol ya no quiere saber nada del día y le deja nuestro destino a las tinieblas; que tenemos que prender la luz para poder seguir a los espantos linotipados. Darse cuenta que prender la luz es prender las sombras, y que las esquinas oscuras de las que no nos acordábamos esconden ojos rojos y manos velludas de largas uñas. Con un poco de suerte hay un espejo cerca y es preferible no mirar, no vaya siendo que…

Qué rico que el rabillo del ojo nos advierta la presencia de alguien que ya no está ahí cuando volteamos a buscarlo. Ver sin ver cómo a nuestro lado pasan gentes, y oír nuestro nombre en voces familiares pero imposibles por cuestiones de tiempo o distancia. Sentir el corazón. Tener conciencia de que va corriendo porque tiene que alcanzar a la muerte antes de que estas cruce el umbral y nos interrumpa abrupta y permanentemente la lectura ahora que compartimos el pánico de la mujer que en la espesura no sabe hacia donde voltear y lo hace hacia la palidez de largos colmillos. Compartimos el alarido del encuentro. Casi gritamos. Y hay el ruido inesperado, el sobresalto, la adrenalina, miradas confusas hacia el lugar de la sorpresa y la inquieta esperanza de que no sea nada. Y no es nada. Dios, qué susto. Y puede proseguir la lectura.

Qué rico que lo único real sea lo imposible. Ya nada es verdadero mas que lo otro. El cristal de la ventana, que no dejan entrar la noche, repite en vagas imágenes el espacio en el que temblamos. Es más cierto lo que se mueve en el jardín que el cuadro en la pared cuyos ojos nos miran y nos miran mientras eso se sigue moviendo allá afuera, en la penumbra, y tratas de retomar la lectura, y repites el párrafo anterior en busca de inercia pero ya no es nomás lo que las letras nos metieron en el estómago y que revolotea como mariposas que a fuerza de miedo deben ser negras, sino esa presencia intuida desde el fondo púrpura de tus huesos. La figuritas negras que son una ese y una ele y una a dejan de obedecer los designios de Guttemberg y se saltan de su lugar. Ya no podemos seguir, pero debemos. Ya no podemos seguir pero, de una forma oscura, queremos. Más chorros de esa cosa quemante y agridulce. Las palabras siguen su danza y no sabemos qué es lo que acabamos de leer. Más sudor en las palmas de las manos. Lees de vuelta. No entiendes. El libro está por resbalarse de tus manos que se empiezan a relajar. El reloj no está a punto de dar ninguna hora porque después de la media noche carece de números. El rabillo del ojo es lo primero que se separa de la luz….

…qué rico es entonces que un aliento caliente te llegue a la nuca, que un gruñido seco surja de un rincón, que unos nudillos blancos toquen en la ventana, que una mano fría se cierre sobre tu tobillo y, en el último segundo, abrir los ojos y descubrir en el espejo que esta noche es noche de brujas para ti.

Magz
Guadalajara, un octubre de hace tiempo…

ESTACIONES

Primavera
Como si nada, bosteza
y despierta la naturaleza.

Verano
La luz lo inunda todo.
Y cuando llueve, es el lodo.

Otoño
El campo se va oxidando
hasta caerse en pedazos:
desvalagados retazos
de follaje van volando.

Invierno
Los arboles desnudos
con dedos ateridos
se estiran arañando
la fria piel del viento.

Brighton, 1988