EL ULTIMO REFUGIO
Dicen que de lejos hasta el infierno se ha de ver bonito.
En 1983 dejé el territorio mexicano en pos de la aventura. Me fui tras una mujer y en búsqueda de horizontes nuevos a una nación donde la historia y la tradición caminan tomadas de la mano del espíritu libre-pensante y vanguardista. En aquel verano distante dejé el territorio, pero a México no le he dejado nunca.
Cuando mis hijos todavía estaban en edad de que les leyera antes de dormir, uno de sus poemas favoritos era Suave Patria, del que sólo alcanzaban a escuchar unos fragmentos antes de irse a corretear a oníricas praderas de esmeralda y oro, ondulantes de maíz, bajo azules cúpulas astilladas por destellantes garzas; o a sumergirse en mares vegetales relampagueados de pericos loros.
En esos tiempos la madre patria (término acuñado, según me dicen, por el cubano Martí) era soñada de manera fantástica por mis hijos y añorada tiernamente por mí.
Mis frecuentes retornos de carácter familiar y profesional me han permitido renovar el romance con lo bonito de mi tierra, pero también es innegable que en esos viajes he ido recogiendo imágenes, testimonios y evidencias del deterioro de la calidad de vida de quienes, estando allá, me rodean. A eso se ha ido añadiendo la lectura cotidiana, en el internet, de los periódicos de Guadalajara, con su crónica del declive del orden social y de las expectativas de justicia y de progreso cívico y económico. Pero, curiosamente, lo que nunca cesa es el pertinaz mensaje de que “como México no hay dos”; el reiterado encomio al cumplimiento del deber patriótico; el reclamo por parte de los líderes al sacrificio en aras del bien “de México”. Y como el rugido del mítico cañón de nuestro absurdamente bélico himno nacional, ese credo ha seguido retumbando en los antros de mis oídos y en los equívocos “centros” de la tierra.
Y así, la idea de la patria se ha venido tornando agridulce.
Tanto en Inglaterra como en México, los amigos que por alguna razón no lo dan por hecho, con regularidad me preguntan si ya tengo mi pasaporte inglés. Antes trataba de explicarles que no pensaba obtenerlo nunca, que no tenía ninguna razón para convertirme en súbdito de nadie (aunque sólo fuera de los dientes para fuera y por conveniencia burocrática) y que, aún sabiéndome ciudadano del mundo, no dejaba de sentirme totalmente mexicano y no veía razón para renunciar a lo que he considerado desde siempre el privilegio de mi ciudadanía. En el silencio que seguía a mis explicaciones siempre me encontraba con la incredulidad y esas medias sonrisas que de inmediato lo invisten a uno con un aura de pendejez.
Pero si bien sigo encontrando ridícula la noción de abrazar la nacionalidad inglesa, también he empezado a pensar que mi mexicanidad no es más que un accidente geográfico sin mayor validez que el haber sido mamada no tanto del pecho de mi madre sino del indoctrinamiento natural e inevitable que desde la cuna nos acompaña.
Sin embargo, con cierta regularidad, cuando ya estoy a punto de volverle la espalda al llamado de la nostalgia, de aceptar que no hay más remedio que enfrentar la realidad cara a cara y admitir que la fantasía de la patria está dulcificada por la distancia y embellecida por la ausencia; que la patria es principalmente un hacinamiento de mugre, pobrezas, chapucerías, ostentaciones, riquezas mal-habidas y desproporcionadas, y muchas más infamias apenas ocasionalmente atenuadas por destellos de nobleza, de integridad, de altruismo que, maravillosos en sí, no alcanzan a equilibrar una balanza perenemente vencida por la corrupción, la desidia, el vale-madrismo, y sobre todo por un monumental egoísmo endémico que no acepta el tronido de los chicharrones de nadie más que de yo merito, el chingón, tu padre, el mero-mero… con cierta regularidad, pues, he estado a punto de tirar la toalla, sólo para ver mi desaliento transformado en esperanza por casos como aquel del medio millón de mexicanos comunes y corrientes, gente normal, ciudadanos ni muy buenos ni muy malos pero sí honestamente indignados por tener que vivir una condición permanente de miedo, que hace ya más de un año se lanzaron a reconquistar el territorio propio de la ciudadanía: la calle. Medio millón enarbolando la bandera de la protesta en nombre de la patria a la que yo pensaba desenmascarar. Medio millón cantando, con auténtico fervor, ese himno al que apenas hace unos párrafos califiqué de absurdamente bélico. Medio millón pidiendo, no, reclamando, no, demandando la reinstitución de seguridad pública como derecho, como estado natural y no como frágil privilegio... y de pasada demandando también la reinstauración de la pena de muerte…
Ah, la patria… dos pasitos pa’delante… tres pasotes para atrás.
Yo le canto a tus volcanes...
El verano pasado fui de nuevo a visitar el terruño con toda mi familia. Nos acompañó una familia amiga a quienes planeamos mostrarles un poco de aquello que es muy fácil de presumir: la arquitectura colonial del centro del país, la montuna selva de la Huasteca Potosina, las playas de Colima, la gente y algunos lugares que amamos en Guadalajara y sus alrededores. Al principio me di cuenta que inconscientemente empezaba a regurgitar las excusas-razones-justificaciones de la nata de miseria e injusticia que también iban presenciando... “País de contrastes, país en vías de desarrollo, país en un difícil etapa de transición, re-invención, re-definición....” pero pronto dejé de hacerlo. No hay necesidad de justificar nada porque también sé de las miserias de otros lados (de su lado del Atlántico). Pero sobre todo, porque todo eso es indefendible, inexcusable, injustificable.
Además, estoy hasta la madre del patriotismo barato detrás del cual escudamos nuestras inseguridades. Yo, mejor que muchos, sé lo bonita que es mi tierra porque he vivido bajo la sombra del privilegio. Lo sé también menos que otros porque tampoco he sido tan privilegiado. Sólo que cada vez me cuesta más trabajo presumir de raíces culturales ajenas, de parajes en los que sólo he sido un turista más, de logros ajenos que hago propios por pura coincidencia territorial. Porque, ¿Qué tengo yo que ver con la cultura Maya? ¿Cuál es mi arraigo con Oxaca aparte de presumir (falsamente) de haber asistido una vez al festival de la Guelaguetza, y (verazmente) de haber comido embarraditas de asiento en la plaza?
Hay dos patrias: una, la fantasía socio-política que se ha formado a partir de la lucha contra las opresiones y de la lucha por mantener la opresión vigente, y la otra, la patria real, auténtica e irrenunciable porque nos es consustancial. Esta última es la patria que llevamos en los huesos y que poco tiene que ver con el cuerno de la abundancia que, según nos presentaban en los libros oficiales de primaria (a mi generación al menos), le da forma al México moderno. La patria real la forman ciertos barrios conocidos íntimamente. Unos quince o veinte platillos favoritos y algunos más con los que nos distraemos de la monotonía. Ciertos recuerdos, ciertos aromas, un centenar de canciones. Un puñado de ciudades, de regiones, de playas y montañas donde hemos dejado nuestra firma de orina. Otros tantos lugares que extrañamos sin conocer. Los más o los menos miembros de la familia que amamos más allá de lo que ellos se imaginan. Bares y lupanares frecuentados con los amigos. Los amigos.
Pero es patria personal es más amplia y más vaga de lo que quisieran los políticos. Y lo mismo puede incluir un islote en la ribera Este del Nilo, como una mesa de bacará en Las Vegas. Incluye a una población heterogénea de catalanes, angelinos, santiaguenses, cubanos, escoceses y apátridas. Abarca culturas y Culturas vastas, vetustas y también radicalmente nuevas.
Esa patria personal es digna del hombre cósmico al que tanto nos gusta sacrificar en aras de la introspectiva raza de bronce ya sea por culpabilidad histórico-social o, peor aún, por el obsceno populismo de conveniencia.
Cuando nuestra idea de nación, cuando nuestra identidad socio-histórica se fundamentan en un complejo de inferioridad y en la xenofobia del que se niega a mirarse en el espejo, no es tan difícil darle la espalda. Pero, ¿puedo darle la espalda a esa otra patria tan mexicana que llevo en los huesos y que me ha dado la oportunidad de abrazar al mundo entero como mi casa?
Y en medio de mi ambivalencia sobre lo que la patria realmente representa para mí me viene a la memoria Samuel Johnson y a su lapidaria frase: El patriotismo es el último refugio de los sinvergüenzas.
A fin de cuentas la patria se lleva en la mente y en el corazón. El edificio de símbolos y mitologías intocables con que se le ha venido definiendo desde la Independencia está poblado de ratas y cucarachas. Es una letrina disfrazada de palacio. La patria colectiva de todas nuestras patria es más grande y más noble. Pero es una patria de la que tenemos que asumir responsabilidad personal. Y ahí, como en tantas otras cosas, es donde la folclórica puerca suele torcer el rabo... y ¡que viva México!
Miguel Angel Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra
En 1983 dejé el territorio mexicano en pos de la aventura. Me fui tras una mujer y en búsqueda de horizontes nuevos a una nación donde la historia y la tradición caminan tomadas de la mano del espíritu libre-pensante y vanguardista. En aquel verano distante dejé el territorio, pero a México no le he dejado nunca.
Cuando mis hijos todavía estaban en edad de que les leyera antes de dormir, uno de sus poemas favoritos era Suave Patria, del que sólo alcanzaban a escuchar unos fragmentos antes de irse a corretear a oníricas praderas de esmeralda y oro, ondulantes de maíz, bajo azules cúpulas astilladas por destellantes garzas; o a sumergirse en mares vegetales relampagueados de pericos loros.
En esos tiempos la madre patria (término acuñado, según me dicen, por el cubano Martí) era soñada de manera fantástica por mis hijos y añorada tiernamente por mí.
Mis frecuentes retornos de carácter familiar y profesional me han permitido renovar el romance con lo bonito de mi tierra, pero también es innegable que en esos viajes he ido recogiendo imágenes, testimonios y evidencias del deterioro de la calidad de vida de quienes, estando allá, me rodean. A eso se ha ido añadiendo la lectura cotidiana, en el internet, de los periódicos de Guadalajara, con su crónica del declive del orden social y de las expectativas de justicia y de progreso cívico y económico. Pero, curiosamente, lo que nunca cesa es el pertinaz mensaje de que “como México no hay dos”; el reiterado encomio al cumplimiento del deber patriótico; el reclamo por parte de los líderes al sacrificio en aras del bien “de México”. Y como el rugido del mítico cañón de nuestro absurdamente bélico himno nacional, ese credo ha seguido retumbando en los antros de mis oídos y en los equívocos “centros” de la tierra.
Y así, la idea de la patria se ha venido tornando agridulce.
Tanto en Inglaterra como en México, los amigos que por alguna razón no lo dan por hecho, con regularidad me preguntan si ya tengo mi pasaporte inglés. Antes trataba de explicarles que no pensaba obtenerlo nunca, que no tenía ninguna razón para convertirme en súbdito de nadie (aunque sólo fuera de los dientes para fuera y por conveniencia burocrática) y que, aún sabiéndome ciudadano del mundo, no dejaba de sentirme totalmente mexicano y no veía razón para renunciar a lo que he considerado desde siempre el privilegio de mi ciudadanía. En el silencio que seguía a mis explicaciones siempre me encontraba con la incredulidad y esas medias sonrisas que de inmediato lo invisten a uno con un aura de pendejez.
Pero si bien sigo encontrando ridícula la noción de abrazar la nacionalidad inglesa, también he empezado a pensar que mi mexicanidad no es más que un accidente geográfico sin mayor validez que el haber sido mamada no tanto del pecho de mi madre sino del indoctrinamiento natural e inevitable que desde la cuna nos acompaña.
Sin embargo, con cierta regularidad, cuando ya estoy a punto de volverle la espalda al llamado de la nostalgia, de aceptar que no hay más remedio que enfrentar la realidad cara a cara y admitir que la fantasía de la patria está dulcificada por la distancia y embellecida por la ausencia; que la patria es principalmente un hacinamiento de mugre, pobrezas, chapucerías, ostentaciones, riquezas mal-habidas y desproporcionadas, y muchas más infamias apenas ocasionalmente atenuadas por destellos de nobleza, de integridad, de altruismo que, maravillosos en sí, no alcanzan a equilibrar una balanza perenemente vencida por la corrupción, la desidia, el vale-madrismo, y sobre todo por un monumental egoísmo endémico que no acepta el tronido de los chicharrones de nadie más que de yo merito, el chingón, tu padre, el mero-mero… con cierta regularidad, pues, he estado a punto de tirar la toalla, sólo para ver mi desaliento transformado en esperanza por casos como aquel del medio millón de mexicanos comunes y corrientes, gente normal, ciudadanos ni muy buenos ni muy malos pero sí honestamente indignados por tener que vivir una condición permanente de miedo, que hace ya más de un año se lanzaron a reconquistar el territorio propio de la ciudadanía: la calle. Medio millón enarbolando la bandera de la protesta en nombre de la patria a la que yo pensaba desenmascarar. Medio millón cantando, con auténtico fervor, ese himno al que apenas hace unos párrafos califiqué de absurdamente bélico. Medio millón pidiendo, no, reclamando, no, demandando la reinstitución de seguridad pública como derecho, como estado natural y no como frágil privilegio... y de pasada demandando también la reinstauración de la pena de muerte…
Ah, la patria… dos pasitos pa’delante… tres pasotes para atrás.
Yo le canto a tus volcanes...
El verano pasado fui de nuevo a visitar el terruño con toda mi familia. Nos acompañó una familia amiga a quienes planeamos mostrarles un poco de aquello que es muy fácil de presumir: la arquitectura colonial del centro del país, la montuna selva de la Huasteca Potosina, las playas de Colima, la gente y algunos lugares que amamos en Guadalajara y sus alrededores. Al principio me di cuenta que inconscientemente empezaba a regurgitar las excusas-razones-justificaciones de la nata de miseria e injusticia que también iban presenciando... “País de contrastes, país en vías de desarrollo, país en un difícil etapa de transición, re-invención, re-definición....” pero pronto dejé de hacerlo. No hay necesidad de justificar nada porque también sé de las miserias de otros lados (de su lado del Atlántico). Pero sobre todo, porque todo eso es indefendible, inexcusable, injustificable.
Además, estoy hasta la madre del patriotismo barato detrás del cual escudamos nuestras inseguridades. Yo, mejor que muchos, sé lo bonita que es mi tierra porque he vivido bajo la sombra del privilegio. Lo sé también menos que otros porque tampoco he sido tan privilegiado. Sólo que cada vez me cuesta más trabajo presumir de raíces culturales ajenas, de parajes en los que sólo he sido un turista más, de logros ajenos que hago propios por pura coincidencia territorial. Porque, ¿Qué tengo yo que ver con la cultura Maya? ¿Cuál es mi arraigo con Oxaca aparte de presumir (falsamente) de haber asistido una vez al festival de la Guelaguetza, y (verazmente) de haber comido embarraditas de asiento en la plaza?
Hay dos patrias: una, la fantasía socio-política que se ha formado a partir de la lucha contra las opresiones y de la lucha por mantener la opresión vigente, y la otra, la patria real, auténtica e irrenunciable porque nos es consustancial. Esta última es la patria que llevamos en los huesos y que poco tiene que ver con el cuerno de la abundancia que, según nos presentaban en los libros oficiales de primaria (a mi generación al menos), le da forma al México moderno. La patria real la forman ciertos barrios conocidos íntimamente. Unos quince o veinte platillos favoritos y algunos más con los que nos distraemos de la monotonía. Ciertos recuerdos, ciertos aromas, un centenar de canciones. Un puñado de ciudades, de regiones, de playas y montañas donde hemos dejado nuestra firma de orina. Otros tantos lugares que extrañamos sin conocer. Los más o los menos miembros de la familia que amamos más allá de lo que ellos se imaginan. Bares y lupanares frecuentados con los amigos. Los amigos.
Pero es patria personal es más amplia y más vaga de lo que quisieran los políticos. Y lo mismo puede incluir un islote en la ribera Este del Nilo, como una mesa de bacará en Las Vegas. Incluye a una población heterogénea de catalanes, angelinos, santiaguenses, cubanos, escoceses y apátridas. Abarca culturas y Culturas vastas, vetustas y también radicalmente nuevas.
Esa patria personal es digna del hombre cósmico al que tanto nos gusta sacrificar en aras de la introspectiva raza de bronce ya sea por culpabilidad histórico-social o, peor aún, por el obsceno populismo de conveniencia.
Cuando nuestra idea de nación, cuando nuestra identidad socio-histórica se fundamentan en un complejo de inferioridad y en la xenofobia del que se niega a mirarse en el espejo, no es tan difícil darle la espalda. Pero, ¿puedo darle la espalda a esa otra patria tan mexicana que llevo en los huesos y que me ha dado la oportunidad de abrazar al mundo entero como mi casa?
Y en medio de mi ambivalencia sobre lo que la patria realmente representa para mí me viene a la memoria Samuel Johnson y a su lapidaria frase: El patriotismo es el último refugio de los sinvergüenzas.
A fin de cuentas la patria se lleva en la mente y en el corazón. El edificio de símbolos y mitologías intocables con que se le ha venido definiendo desde la Independencia está poblado de ratas y cucarachas. Es una letrina disfrazada de palacio. La patria colectiva de todas nuestras patria es más grande y más noble. Pero es una patria de la que tenemos que asumir responsabilidad personal. Y ahí, como en tantas otras cosas, es donde la folclórica puerca suele torcer el rabo... y ¡que viva México!
Miguel Angel Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra
14.04.05
1 Comments:
excelente reseña, nadie mejor que tú para sentirlo así. se lee feo, pero es la mera verdad, tristemente estoy de acuerdo contigo en tu visión de la patria... tres pasotes para atras... y ni uno para adelante!.
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