SANTA ÚRSULA DE LOS FETICHES
Su verdadero nombre nunca lo vas a saber, no por aquello de que los caballeros no tenemos memoria (aristocrática argucia verbal) sino porque a mi edad ya todo se me olvida (gerontológica realidad).
Es más bonita que ninguna, como todas las mujeres a las que he amado, pero además tiene la virtud, si cabe la aparente contradicción, de ser una perdida. De la punta de sus cabellos a la de los dedos de sus pies, es toda ella un mapa universal de la perversión. Cada una de sus ranuras y orificios estan dedicados al placer. Y he dedicado mi vida entera a la luminosa labor de explorarlos.
Con paciencia y dedicación he inventado caricias y estrujones, besos y arañazos, cosquilleos y pellizcos con los cuales darle placer al hueco que se forma entre su clavícula y su cuello, al pellejito que se estira entre sus dedos, a la parte más profunda de la planta de su pié. Sin pericia, tal vez, pero con una devoción monacal, he estudiado sus recovecos y encrucijadas tratando de interpretar las diversas reacciones con que responde al estímulo de la punta de mi lengua, o a la asperza de mi codo. Y así, con el tiempo, he desarrollado un encantamiento obsesivo con toda ella, en su totalidad, pero sobre todo, por separado. Por ejemplo, he pasado dos vidas de entrega absoluta a la contemplación de la curva de su nalga izquierda. Periódicamente me embelezo en la memoria de ciertas áreas de su espalda, esas zonas indeterminadas que no son ni cintura ni gluteo. Y guardo, para mi satisfacción privada, objetos y prendas que ha tocado aunque sea de forma fugaz.
Vivo agradecido por la riqueza de sensaciones que me ha hecho descubrir y, fetichisticamente, he erigido altares a cada una de las porciones de su cuerpo, a sus zapatos y pantaletas, a un trozo de papel que contiene su nombre, de su puño y letra. Sin ambajes, me he entregado a prácticas cuyo erotismo no había sospechado hasta que las asocié con ella: el caminar por ciertas calles, el esperar en ciertos cafés, el recordar...
Para rendirle culto, he creado la orden de Las Meretrices de Úrsula la Cachonda, patrona de lobas y cabrones, protectora de cornudos y rodillas, y benefactora de los adolecentes espinilludos que se ven obligados a descubrir su sexualidad en la túrgida soledad de los escuzados. Los fines de semana me paro en las esquinas a repartir estampitas y folletines detallando las cochinadas que hemos hecho, las que tengo ganas de que hagamos y las que nos va a faltar tiempo para disfrutar. O al menos a mí, porque no sé qué haga cuando no está conmigo. No sé qué otros milágros y maravillas realice en mi ausencia. Y al pensar en ello, descubro el placer de lo perdido, del encelamiento, de la envidia.
Cada noche vuelvo a su lado. Me acurruco entre sus brazos y la dejo acariciarme. En las tardes, vuelvo a ella y me reclino en su regazo para pasarme la horas sacándole la pelusa del ombligo. Tempranito, en la mañana, en el umbral de la puerta, la tomo por detrás en el momento en que se inclina a recoger la leche. Cuantas veces me ido nomás para poder volver.
Así ha sido desde que la ví por vez primera y así es a cada minuto de mi vida.
Un día, voy a vivir debajo de su piel.
Ah... soñar no cuesta nada...
Magz
31.05.07
Es más bonita que ninguna, como todas las mujeres a las que he amado, pero además tiene la virtud, si cabe la aparente contradicción, de ser una perdida. De la punta de sus cabellos a la de los dedos de sus pies, es toda ella un mapa universal de la perversión. Cada una de sus ranuras y orificios estan dedicados al placer. Y he dedicado mi vida entera a la luminosa labor de explorarlos.
Con paciencia y dedicación he inventado caricias y estrujones, besos y arañazos, cosquilleos y pellizcos con los cuales darle placer al hueco que se forma entre su clavícula y su cuello, al pellejito que se estira entre sus dedos, a la parte más profunda de la planta de su pié. Sin pericia, tal vez, pero con una devoción monacal, he estudiado sus recovecos y encrucijadas tratando de interpretar las diversas reacciones con que responde al estímulo de la punta de mi lengua, o a la asperza de mi codo. Y así, con el tiempo, he desarrollado un encantamiento obsesivo con toda ella, en su totalidad, pero sobre todo, por separado. Por ejemplo, he pasado dos vidas de entrega absoluta a la contemplación de la curva de su nalga izquierda. Periódicamente me embelezo en la memoria de ciertas áreas de su espalda, esas zonas indeterminadas que no son ni cintura ni gluteo. Y guardo, para mi satisfacción privada, objetos y prendas que ha tocado aunque sea de forma fugaz.
Vivo agradecido por la riqueza de sensaciones que me ha hecho descubrir y, fetichisticamente, he erigido altares a cada una de las porciones de su cuerpo, a sus zapatos y pantaletas, a un trozo de papel que contiene su nombre, de su puño y letra. Sin ambajes, me he entregado a prácticas cuyo erotismo no había sospechado hasta que las asocié con ella: el caminar por ciertas calles, el esperar en ciertos cafés, el recordar...
Para rendirle culto, he creado la orden de Las Meretrices de Úrsula la Cachonda, patrona de lobas y cabrones, protectora de cornudos y rodillas, y benefactora de los adolecentes espinilludos que se ven obligados a descubrir su sexualidad en la túrgida soledad de los escuzados. Los fines de semana me paro en las esquinas a repartir estampitas y folletines detallando las cochinadas que hemos hecho, las que tengo ganas de que hagamos y las que nos va a faltar tiempo para disfrutar. O al menos a mí, porque no sé qué haga cuando no está conmigo. No sé qué otros milágros y maravillas realice en mi ausencia. Y al pensar en ello, descubro el placer de lo perdido, del encelamiento, de la envidia.
Cada noche vuelvo a su lado. Me acurruco entre sus brazos y la dejo acariciarme. En las tardes, vuelvo a ella y me reclino en su regazo para pasarme la horas sacándole la pelusa del ombligo. Tempranito, en la mañana, en el umbral de la puerta, la tomo por detrás en el momento en que se inclina a recoger la leche. Cuantas veces me ido nomás para poder volver.
Así ha sido desde que la ví por vez primera y así es a cada minuto de mi vida.
Un día, voy a vivir debajo de su piel.
Ah... soñar no cuesta nada...
Magz
31.05.07