jueves, marzo 08, 2007

LA MALDICIÓN DE LA INOCENCIA

Esto lo escribi en 2003, al poco tiempo de que diagnosticaran a mi padre con demencia senil.
En el articulo que sigue a este se haya mi vision de las cosas en el presente.


En la esquina, los dos niños esperaban el camión. Deben haber tenido siete u ocho años y parecían hermanos. Era una de esas mañanas frescas de otoño cuya transparencia le da a la luz el poder de deslumbrar pero sin transmitir calor. Pantalones cortos, mochilas en las espaldas y en una de las narices la inevitable burbuja de moco que se inflaba y desinflaba con cada respiración. En esos días la calle en que vivían era la penúltima de la ciudad. Más allá estaba el llano, y luego Zapopan. Las cinco o seis cuadras del incipiente fraccionamiento tenían más lotes baldíos que casas y había por ahí un par de construcciones en progreso.

En esos entonces los robachicos eran personajes de cuentos y canciones infantiles, así que, quitados de la pena, los niños vieron al hombre acercarse tentativamente. El sombrero, los huaraches, gritaban ranchero, pobre. A sus ojos, era un viejo, aunque debe haber tenido sólo unos cuarenta años. El hombre se detuvo cerca de ellos y vaciló. Pero le ganaron la desesperación y el hambre, y con pasos cortos se les acercó. Sin mirarlos, quedamente, les pidió una limosna.

Cuando la necesidad, la pobreza se manifiestan en la mirada esquiva, avergonzada de un hombre maduro reducido a mendigarle a dos niños bien, la inocencia recibe una bofetada de la cual no se puede recuperar.

A esa edad nadie nos ha dicho como responder en esas situaciones. No hablo de la respuesta a la pregunta del hombre aquel, ni de la respuesta a las circunstancias superficiales sino de la respuesta a la zancadilla que la vida le mete a la conciencia. Tras el azoro, un instinto inexplicable (inexplicable por incomprensible) llevó a uno de ellos a abrir su mochila. Los niños no tenían dinero. No eran tan afluentes como lo parecían, pero para el recreo grande llevaban sendos lonches de frijoles con queso. El niño sacó su lonche, envuelto en una servilleta blanca de papel y se lo ofreció al hombre.

Él lo tomó, se alejó unos pasos y se sentó en el borde de la banqueta. Sin mirarlos, desenvolvió el lonche y empezó a comérselo despacio, despacio.

El camión del colegio llegó y los dos chiquillos, un poco asustados, se subieron rápidamente. A los pocos minutos una emoción oscura, indefinible, anegó al niño que había entregado su almuerzo. No sé si sería la pérdida del lonche, el miedo por la situación para él tan extraña o lo que vió o sintió en la mirada del hombre aquel, pero de golpe se desbordó en lágrimas. Su amigo, su hermano, se vió de nuevo en una encrucijada incomprensible y sólo se le ocurrió ofrecerle, a su vez, su lonche. No sé que pasó después.

Una de las realidades inevitables de la vida, una de sus maravillas, es que nos va robando la reserva secreta de inocencias que se oculta en los cajones del alma. Inocencias que no sabemos que llevamos adentro hasta que, para nuestra redención, nos las arrancan de cuajo.

Pasaron muchos años y los niños aquellos, junto con sus hermanas, habrían de coincidir en una esquina diferente. Una de las que usa el tiempo para darnos vuelta hacia los barrios indeseables del destino. Los esperaba ahí otro hombre a quien el tiempo alevoso amenaza a convertír paulatinamente, inexhorablemente, en un desconocido. Y lo miraron empezar a columpiarse de la lucidez a la obnubilación. Él no tenía que pedir ayuda. Para eso estaban ahí. Pero esta vez no había lonches en las mochilas de nadie.

La vida es pérfida y le gusta entretenerse con pequeñas traiciones a las nociones absurdas con que nos defendemos de nuestros miedos. Para compensar, la coraza con que nos protegemos se va engrosando, endureciendo. Un día, tarde, muy tarde, nos damos cuenta que la coraza va atrofiando nuestra capacidad de ver la cosas de frente, al margen de las consecuencias. Y cuando descubrimos que el espíritu no muere con el descubrimiento cotidiano de la vida en todo su horror y su esplendor, sino que se nutre de él, ya es muy dificil desnudar el alma.

Durante las últimas semanas, tal vez meses, le he estado dando la espalda al dolor. Apenas hace unos días dejé a mi padre sentado al borde de su cama, en piyamas, despeinado y barbudo, resisitendo aún el asedio de la oscuridad, de la maldición final del olvido. Me trato de convencer que ante lo inevitable no debemos amargarnos. Que a fin de cuentas ese vivir en un presente eterno es la forma más pura de la inocencia y que, a fin de cuentas, esa es la forma más sana de la existencia. Pero no es cierto.

La inocencia es un ideal falso. No por nada se le compara con la virginidad. Perderla es una ruptura, un desgarramiento. Hay sangre y dolor. Y no hay paso atrás. No hay menjurjes que la restoren. Pero lo que se gana es infintamente más maravilloso: la capacidad de forjar universos.

Sí, la inocencia es una condición esteril. Y digo condición porque no la puedo llamar virtud. Si acaso, será el pecado original.

Por eso, maldita sea la inocencia, porque no nos deja ver que la creación es mierda y flor, es beso y puñalada, es vino consagrado y semen. Maldita sea la inocencia que se esconde en los resquicios del corazón, porque no nos deja degustar la dulzura del dolor, sentir la punzada del placer, el éxtasis del saber a pesar de todas sus consecuencias. Maldita sea la inocencia que borra las cicatrices ganadas a golpes de vida, los orgasmos ganados en batallas de besos, las verguenzas merecidas y las atribuidas; que cierra las puertas a las glorias paralelas de la crueldad y el cariño, del egoismo y el altruismo, del placer y el sacrificio; que niega la sombra, la pestilencia, el asco y con ellos la sublime realización del acto divino de crear mundos. Maldita sea la inocencia que nos regala instantes puros pero nos roba la eternidad, con todas sus inmundicias.

Quiero llorar. Quiero llorar por el infame agravio que se está cometiendo contra mi padre. Quiero reclamarle a Dios, o a quien resulte responsable, por empezar a arrebatarle tan artreramente el tesoro de su historia. Pero me debo de tragar mi coraje porque también esto es parte de la vida y por tanto no es ni justo ni injusto, simplemente es. Y sólo me quedo con mi mochila vacía y el dolor de mi impotencia.

Miguel Angel Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra
2003.