martes, noviembre 07, 2006

DEL FRACASO Y OTROS ESPEJISMOS

Para mi hermano, con todo mi cariño.

Hay mañanas en las que el reto mayor del día es podernos sobreponer a la imagen que el espejo nos regresa. No tanto por las señales con las que el tiempo ha ido acusándonos de nuestros excesos (o a pesar de la gentileza con la que nos los recuerda, aunque nos los haya perdonado). Ni por las hipocresías y falsedades que sabemos escritas en el fondo de nuestras miradas. No, las mañanas a las que ahora me refiero son aquellas en las que el Salieri que algunos llevamos dentro nos saluda desde el plano virtual del universo zurdo del mercuro-cromo.

En esas mañanas salimos a la calle... no, debo decirlo en primera persona porque la verdad no sé si a ustedes les pase...

En esas mañanas salgo a la calle y la belleza del mundo se me hace insoportable. Son esas las mañanas en que la mano gris del fracaso me cubre los ojos enturbiándolo todo. Cuando me coloca sobre los hombros su pesado manto. Y de ida a las labores y los sinsabores del día, caminando sobre la alfombra amarilla con la que los árboles le pagan al invierno el áureo desacato del otoño, siento la presencia de Antonio a mi lado.

Va erguido y ya sin amargura porque ahora entiende que es inevitable. Que sólo puede haber un Mozart. Que por cada Mozart hay veinte puñados de Salieris. Que por cada Salieri hay millones de participantes. Por cada participante, millones de espectadores. Y por cada espectador... sólo el cruel creador sabe cuantos desinteresados haya.

Salieri sonríe, me toca el hombro y susurra al oído “no importa, nada importa, la vida es un chiste enorme... y ya que eres parte de el, disfrutalo”. *

Y eso trato de hacer.

El chiste es largo, complicado, la mayor parte del tiempo incomprensible y lo más seguro es que acabe siendo de muy mal gusto. Y por eso realmente no importa si nuestra parte es la del ganador, el patiño o la víctima. El éxito, visto sin envidia y de una distancia prudente, muy pronto evidencia su vacuidad, lo efímero de su brillo y, si somos honestos, su ridiculez. También el fracaso. Sobre todo cuando esos dos impostores (para citar a Kipling) se presentan en la forma de la fama, el estatus social, modas, tradiciones o, peor aún, cuentas bancarias. Y si alguna vez nos llega la tentación de vanagloriarnos, no debemos olvidar que no hay éxito que no se haya construido en los cimientos de derrotas ocultas, de fracasos secretos. Y que la mayoría de nuestros fracasos, además de ser la única fuente de sabiduría, traen consigo una abundancia de satisfacciones que sólo esperan que nos volvamos con humildad y las reconozcamos.

A fin de cuentas, y nos guste o no, somos parte del chiste. Aún si decidimos darle la espalda al mundo, nuestro desprecio es parte de la de la historia. Así que no queda más que participar, asumir nuestro papel, los muchos papeles que la entreverada trama, con sus inesperadas circunvoluciones, nos presenta a cada paso. Y lo más importante, ya sea que los elijamos o nos sean asignados, es que jugemos nuestros papeles a nuestra manera, y dando lo mejor de nosotros en cada momento. Si hay algún triunfo real, profundo, auténtico, tal vez sea ese.

Hace poco le preguntaron a un querido amigo mío si veía el vaso medio lleno o medio vacío. El contestó sin dudarlo: “a mí siempre me ha parecido 3/4 vacío”. Por mi parte, estoy feliz de que haya un vaso para empezar... ah, imagínense las posibildades...

* En realidad, eso me lo dijo mi padre, hace ya muchos años, en un tierno momento de intimidad. Y ahora que lo veo perderse en la neblina de la demencia, creo que empiezo a entender.

06.11.06
MA Gonzalez Zaragoza
Brighton, Inglaterra

miércoles, noviembre 01, 2006

OCTUBRE

Qué rico tener miedo en octubre, cuando las tardes se hacen más cortas y el viento desnuda a los árboles; agarrar un libro de HP Lovecraft o un cuento de Bradbury y sumergirse en el terror; acordarse de pronto de las instrucciones de Cortazar y esperar que no haya páginas en blanco en nuestro libro que afortunadamente no está impreso en Irlanda.

Qué rico estar solo solo, en un cuarto cualquiera, y que haga un poco de frío. Y que se nuble. Olvidarse del cuarto y del día siguiente y no pensar más que en el terrible secreto que guardan el ático, o el sótano, aunque tu casa no tenga ni el uno ni el otro. Pensar en el espectro que ronda afuera, en la niebla. Sentir cómo se siente un vacío en el estómago y la piel tensarse casi con anticipación sexual; cómo nos cuesta trabajo respirar normalmente… tanto trabajo como voltear para atrás, tanto trabajo como bajar los pies del sillón, tanto trabajo como separar los ojos del miedo impreso al que se aferran nuestras manos.

Qué rico sentir escalofríos y no poder dejar de leer porque le vampiro ya está por entrar a la habitación o porque el Padre Merrin ya va a subir las escaleras que lo conducirán hasta Regan y su destino o porque el elevador del hotel desierto se abre y está lleno de murmullos, confeti y serpentinas. Darse cuenta entonces que el sol ya no quiere saber nada del día y le deja nuestro destino a las tinieblas; que tenemos que prender la luz para poder seguir a los espantos linotipados. Darse cuenta que prender la luz es prender las sombras, y que las esquinas oscuras de las que no nos acordábamos esconden ojos rojos y manos velludas de largas uñas. Con un poco de suerte hay un espejo cerca y es preferible no mirar, no vaya siendo que…

Qué rico que el rabillo del ojo nos advierta la presencia de alguien que ya no está ahí cuando volteamos a buscarlo. Ver sin ver cómo a nuestro lado pasan gentes, y oír nuestro nombre en voces familiares pero imposibles por cuestiones de tiempo o distancia. Sentir el corazón. Tener conciencia de que va corriendo porque tiene que alcanzar a la muerte antes de que estas cruce el umbral y nos interrumpa abrupta y permanentemente la lectura ahora que compartimos el pánico de la mujer que en la espesura no sabe hacia donde voltear y lo hace hacia la palidez de largos colmillos. Compartimos el alarido del encuentro. Casi gritamos. Y hay el ruido inesperado, el sobresalto, la adrenalina, miradas confusas hacia el lugar de la sorpresa y la inquieta esperanza de que no sea nada. Y no es nada. Dios, qué susto. Y puede proseguir la lectura.

Qué rico que lo único real sea lo imposible. Ya nada es verdadero mas que lo otro. El cristal de la ventana, que no dejan entrar la noche, repite en vagas imágenes el espacio en el que temblamos. Es más cierto lo que se mueve en el jardín que el cuadro en la pared cuyos ojos nos miran y nos miran mientras eso se sigue moviendo allá afuera, en la penumbra, y tratas de retomar la lectura, y repites el párrafo anterior en busca de inercia pero ya no es nomás lo que las letras nos metieron en el estómago y que revolotea como mariposas que a fuerza de miedo deben ser negras, sino esa presencia intuida desde el fondo púrpura de tus huesos. La figuritas negras que son una ese y una ele y una a dejan de obedecer los designios de Guttemberg y se saltan de su lugar. Ya no podemos seguir, pero debemos. Ya no podemos seguir pero, de una forma oscura, queremos. Más chorros de esa cosa quemante y agridulce. Las palabras siguen su danza y no sabemos qué es lo que acabamos de leer. Más sudor en las palmas de las manos. Lees de vuelta. No entiendes. El libro está por resbalarse de tus manos que se empiezan a relajar. El reloj no está a punto de dar ninguna hora porque después de la media noche carece de números. El rabillo del ojo es lo primero que se separa de la luz….

…qué rico es entonces que un aliento caliente te llegue a la nuca, que un gruñido seco surja de un rincón, que unos nudillos blancos toquen en la ventana, que una mano fría se cierre sobre tu tobillo y, en el último segundo, abrir los ojos y descubrir en el espejo que esta noche es noche de brujas para ti.

Magz
Guadalajara, un octubre de hace tiempo…

ESTACIONES

Primavera
Como si nada, bosteza
y despierta la naturaleza.

Verano
La luz lo inunda todo.
Y cuando llueve, es el lodo.

Otoño
El campo se va oxidando
hasta caerse en pedazos:
desvalagados retazos
de follaje van volando.

Invierno
Los arboles desnudos
con dedos ateridos
se estiran arañando
la fria piel del viento.

Brighton, 1988